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lunes, 18 de agosto de 2014

MORIR DE CÁNCER

  
             


                                 
  Todo ocurrió demasiado rápido como si ese ritmo tuviera también un sentido además del prodigioso sentido básico que tenía lo que estaba sucediendo: mi tío enfermó de pronto y  de entrada se supo que lo suyo no tenía remedio. Lo majestuoso es que él también lo supo de inmediato y no pasó por ninguno de los estadios con que se suelen preambular esta clase de pasajes, no hubo ni negación ni ira,  su actitud fue de pura aceptación desde el principio. Lo único que dijo cuando supo que tenía cáncer fue: Sólo quiero que me quiten este espantoso dolor.
   El engranaje de los paliativos se puso en marcha y la familia contempló el traslado de ese cuerpo dolorido que apenas se podía mover, el cuerpo de un hombre fuerte que hacía días atrás había abonado  sus clases de gimnasia entusiastamente hasta fin de año. Eran los principios del invierno, mala fecha para un enfermo terminal, el invierno apura los procesos y  el ritmo de la enfermedad se  vuelve más veloz. Esa velocidad de los acontecimientos nos hizo sentir a todos en la familia que la vida es lo que es: impermanencia, fugacidad. Pero para el enfermo que sabía que lo que le esperaba era pura despedida, el proceso se volvió deslumbrante. Deslumbrante y doloroso.
   Mi tío  había sido siempre una persona de una gran calidad humana pero, como la mayoría de  cada uno de nosotros, aprendía por vivencia y por error. Actor, con una inmensa inteligencia emocional,  muy intuitivo, quizá vivió demasiado absorbido por lo cotidiano, por los mandatos familiares, por esas obligaciones autoimpuestas, por los roles fijos dentro de un sistema aprendido antes de la década del cuarenta.
   La enfermedad  instalada en el seno de la familia hizo que los días se volvieran vertigionosos y  mi tío empezó a mirar el escenario que lo rodeaba de otra manera. Uno de los primeros cambios fue su sentido de la aprobación. A  cada hecho que ocurría le encontraba un propósito y lo expresaba. Otra,  la recurrencia de su sentido del humor, algo que le era muy propio pero que en las circunstancias de ese momento podían considerarse morboso. Y no resultaba así. Luego fue fácil notar que recapitulaba su vida echando luz a sus últimos años. Después comenzó a reubicar a cada miembro de la familia con nuevos sentimientos dentro de sí mismo. Mis diálogos con él se volvieron tan profundos que a veces yo sentía que estaban  cayendo tabiques y tabiques y que quién sabe a dónde íbamos a llegar. Con uno de sus nietos los diálogos alcanzaron ribetes sorprendentes, parecía que mi tío  lograba ver el futuro lejano de su propio nieto. Le daba consejos sobre sus actitudes, le advertía sobre riesgos que podía ocasionarle responder equivocadamente. Su conciencia estaba dando saltos evolutivos muy rápidos. Siempre tendido en una cama sin poder moverse,  lloraba suavemente con frecuencia y decía que eso era bueno para él, que mostrar lo que sentía era muy bueno. Comenzó un  camino de validación de su propia vida mientras se despedía de nosotros con profunda calma. En un determinado momento noté que su sistema de valores mostraba mayor compromiso, mayor compromiso con una visión que él antes no había considerado. Se volvió espiritual en un sentido laico.  Como estaba dando saltos hacia arriba en la evolución de su conciencia, sus apreciaciones eran cada vez más luminosas. Así fue que nuestros diálogos  se convirtieron en una mutua afirmación sobre el sentido de la vida. Noté lo que había visto en mi abuela, su madre, que murió con cien años un poco antes: la capacidad de ver el mundo desde afuera poniendo de relieve su falsedad, sus jerarquías absurdas, sus caminos de desvíos hacia el centro del ser. Y lo interesante es que mi tío no había sido un hombre religioso, todo lo contrario. Sí, una persona ética. Recordé lo que una vez una profesora de yoga me respondió cuando le pregunté por qué ciertos maestros hindúes, con  un innegable alto nivel evolutivo morían de cáncer. Me dijo que el cáncer tiene la capacidad de borrar la memoria celular y ciertos maestros eligen esa forma de morir para terminar de limpiar sus memorias y evolucionar más rápido. Ese era el trayecto que estaba realizando mi tío y lo estábamos viendo en primer plano. Lo que ocurría en cada uno de nosotros es otra historia, más larga que merece otro momento para desplegarse. Lo que mi tío estaba haciendo era aprovechar la oportunidad de morir con dignidad y no desperdiciar el desafío de comprender que la muerte es parte de la vida, aunque él no creyera como yo sí creo que existe otro lado y un continuar el camino bajo otras formas. Recuerdo que una tarde me contó sobre la visita de su amigo budista, otro actor que vino a acompañarlo. Me dijo:
     -Él me enseñó que hablara, que hablara con eso que me está pasando, que algo o alguien me iba a contestar.
    - ¿Lo hiciste?- le pregunté.

   Y, con los ojos llenos de lágrimas, mi tío me miró y me dijo que sí, moviendo fuerte la cabeza. Inesperadamente se me presentó  una imagen de cuando era chica,  de aquella larga época en la que él vivía en la casa grande con nosotros y yo lo descubría inesperadamente hablando solo por allí, entonces le preguntaba con quién estaba hablando. Él siempre me respondía que repasaba la letra de alguna obra de teatro que estaba por estrenar. Para mí había sido un hombre que dialogaba con fantasmas, un hombre solo en conflicto con las palabras. Ahora, que soy una mujer mayor,  comprendí que estos diálogos estaban relacionados con estos otros, los finales.  Él se había preparado cada día para este desenlace sin sospecharlo. La vida y el arte se  mezclaban una vez más  de una forma impredecible. La muerte es uno de esos lugares donde todos nos podemos llegar a encontrar de la mejor manera.

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