Todo ocurrió demasiado
rápido como si ese ritmo tuviera también un sentido además del prodigioso
sentido básico que tenía lo que estaba sucediendo: mi tío enfermó de pronto y de entrada se supo que lo suyo no tenía
remedio. Lo majestuoso es que él también lo supo de inmediato y no pasó por
ninguno de los estadios con que se suelen preambular esta clase de pasajes, no
hubo ni negación ni ira, su actitud fue
de pura aceptación desde el principio. Lo único que dijo cuando supo que tenía
cáncer fue: Sólo quiero que me quiten este espantoso dolor.
El engranaje de los paliativos se puso en
marcha y la familia contempló el traslado de ese cuerpo dolorido que apenas se
podía mover, el cuerpo de un hombre fuerte que hacía días atrás había abonado sus clases de gimnasia entusiastamente hasta
fin de año. Eran los principios del invierno, mala fecha para un enfermo
terminal, el invierno apura los procesos y el ritmo de la enfermedad se vuelve más veloz. Esa velocidad de los
acontecimientos nos hizo sentir a todos en la familia que la vida es lo que es:
impermanencia, fugacidad. Pero para el enfermo que sabía que lo que le esperaba
era pura despedida, el proceso se volvió deslumbrante. Deslumbrante y doloroso.
Mi tío había sido siempre una persona de una gran
calidad humana pero, como la mayoría de cada uno de nosotros, aprendía por vivencia y por
error. Actor, con una inmensa inteligencia emocional, muy intuitivo, quizá vivió demasiado absorbido
por lo cotidiano, por los mandatos familiares, por esas obligaciones
autoimpuestas, por los roles fijos dentro de un sistema aprendido antes de la
década del cuarenta.
La enfermedad instalada en el seno de la familia hizo que los
días se volvieran vertigionosos y mi tío
empezó a mirar el escenario que lo rodeaba de otra manera. Uno de los primeros
cambios fue su sentido de la aprobación. A cada hecho que ocurría le encontraba un
propósito y lo expresaba. Otra, la
recurrencia de su sentido del humor, algo que le era muy propio pero que en las
circunstancias de ese momento podían considerarse morboso. Y no resultaba así.
Luego fue fácil notar que recapitulaba su vida echando luz a sus últimos años.
Después comenzó a reubicar a cada miembro de la familia con nuevos sentimientos
dentro de sí mismo. Mis diálogos con él se volvieron tan profundos que a veces
yo sentía que estaban cayendo tabiques y
tabiques y que quién sabe a dónde íbamos a llegar. Con uno de sus nietos los
diálogos alcanzaron ribetes sorprendentes, parecía que mi tío lograba ver el futuro lejano de su propio
nieto. Le daba consejos sobre sus actitudes, le advertía sobre riesgos que
podía ocasionarle responder equivocadamente. Su conciencia estaba dando saltos
evolutivos muy rápidos. Siempre tendido en una cama sin poder moverse, lloraba suavemente con frecuencia y decía que
eso era bueno para él, que mostrar lo que sentía era muy bueno. Comenzó un camino de validación de su propia vida
mientras se despedía de nosotros con profunda calma. En un determinado momento
noté que su sistema de valores mostraba mayor compromiso, mayor compromiso con
una visión que él antes no había considerado. Se volvió espiritual en un
sentido laico. Como estaba dando saltos
hacia arriba en la evolución de su conciencia, sus apreciaciones eran cada vez
más luminosas. Así fue que nuestros diálogos se convirtieron en una mutua afirmación sobre
el sentido de la vida. Noté lo que había visto en mi abuela, su madre, que
murió con cien años un poco antes: la capacidad de ver el mundo desde afuera
poniendo de relieve su falsedad, sus jerarquías absurdas, sus caminos de
desvíos hacia el centro del ser. Y lo interesante es que mi tío no había sido
un hombre religioso, todo lo contrario. Sí, una persona ética. Recordé lo que
una vez una profesora de yoga me respondió cuando le pregunté por qué ciertos
maestros hindúes, con un innegable alto nivel
evolutivo morían de cáncer. Me dijo que el cáncer tiene la capacidad de borrar
la memoria celular y ciertos maestros eligen esa forma de morir para terminar
de limpiar sus memorias y evolucionar más rápido. Ese era el trayecto que
estaba realizando mi tío y lo estábamos viendo en primer plano. Lo que ocurría
en cada uno de nosotros es otra historia, más larga que merece otro momento
para desplegarse. Lo que mi tío estaba haciendo era aprovechar la oportunidad
de morir con dignidad y no desperdiciar el desafío de comprender que la muerte
es parte de la vida, aunque él no creyera como yo sí creo que existe otro lado
y un continuar el camino bajo otras formas. Recuerdo que una tarde me contó
sobre la visita de su amigo budista, otro actor que vino a acompañarlo. Me dijo:
-Él me enseñó
que hablara, que hablara con eso que me está pasando, que algo o alguien me iba
a contestar.
- ¿Lo hiciste?- le
pregunté.
Y, con los ojos llenos de
lágrimas, mi tío me miró y me dijo que sí, moviendo fuerte la cabeza. Inesperadamente se me presentó una imagen de cuando era chica, de aquella larga época en la que él vivía en
la casa grande con nosotros y yo lo descubría inesperadamente hablando solo por
allí, entonces le preguntaba con quién estaba hablando. Él siempre me respondía
que repasaba la letra de alguna obra de teatro que estaba por estrenar. Para mí
había sido un hombre que dialogaba con fantasmas, un hombre solo en conflicto
con las palabras. Ahora, que soy una mujer mayor, comprendí que estos diálogos estaban
relacionados con estos otros, los finales. Él se había preparado cada día para este
desenlace sin sospecharlo. La vida y el arte se mezclaban una vez más de una forma impredecible. La muerte es uno de esos lugares donde todos nos podemos
llegar a encontrar de la mejor manera.
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