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martes, 26 de marzo de 2013

SIMPLEMENTE ESCUCHAR



                                           

 Que yo recuerdo nunca me resultó fácil escuchar. En mi familia la gente monologaba y como yo era más chica y en aquellos años los niños casi no tenían derechos, debía escuchar. La sensación que tengo fue la de no haber sido escuchada.  Cuando crecí un poco copié los hábitos de mi familia y hablaba hasta por los codos sin registrar al otro. Entonces intenté aprender. No sé si aprendí en realidad. Lo que tengo muy presente fue primero mis sesiones de psicoanálisis durante años donde no era poco frecuente que el psicoanalista dijera: ¿Usted se escuchó lo que acaba de decir? Pero quizá donde se me hizo más interesante el aprendizaje fue en los grupos de autoayuda. En esos grupos una persona no podía hablar cuando el otro estaba hablando, cosa que en mi familia había sido muy común por no decir el modo habitual. Entonces empecé a escuchar de verdad al otro, al menos el tiempo que duraba la sesión del grupo. Y supongo que desde ese momento se me fue haciendo hábito.
    Luego está el tema del teléfono en las grandes ciudades. Durante años fue como un canal entre los amigos. Pero ahora vaya a saber si por mi cambio personal o la existencia de las redes sociales se me volvió una invasión. Y tuve que comenzar a limitarlo. Los recuerdos de personas que literalmente prenden la radio a las que ni siquiera si una suspiró, dijo “sí”  o “no” o carraspeó. Es un inconveniente no verle el rostro al que habla. Con la escritura de las redes sociales es otra cosa, el tiempo de escribir da lugar a uno y a otro alternativamente y al leer la atención se centra con mayor facilidad.
   No en vano en la tradición hindú el Dios Ganesha tiene dos grandes orejas de elefante: el sabio es el que escucha, no el que habla.
    Con los años trato primero de escucharme a mí, de saber qué me pasa. Sospecho que nuestra dificultad para escuchar al semejante se debe a que en principio no nos escuchamos a nosotros mismos, tenemos obturado al observador interno y quebrada nuestra conexión con ese ser que es lo que somos en verdad. Entonces en el discurso cuando abrumamos al otro sin parar sale el personaje social, lo que no somos, lo que construyó nuestra mente. Que si vamos bien vestidos, que si el otro me dijo, me hizo, me lastimó, no me miró, no me saludó, etc. Cuando la gente se conecta con su ser interno no tiene esa necesidad desenfrenada de hablar.  La habladera continua es un acto mecánico que tiende a crear un surco en un mismo sitio. Si observamos esa clase de discursos nos daremos cuenta de que son discursos cerrados sobre sí mismos, por eso cansan tanto al interlocutor porque nada los modifica, no necesitan del afuera y la escucha en realidad es un disfraz para robarle energía a la persona que ha prestado su oreja. Hay que huir de esa clase de falsos diálogos, aunque la persona se victimice y diga que si una le presta atención está siendo misericordioso. Mentira, no es así, es sólo alimentarle la falta de crecimiento, lo único que busca esa persona es ser el centro y mantener el statu quo. Cuando una persona habla debe ser para que el que escucha pueda decir algo que le permita revisar o modificar su postura, de lo contrario la palabra está emparentada con la adicción. Lacan habla de eso, del discurso repetido sobre sí mismo que en realidad no es más que una profundización de la lastimadura. Y otra cosa: cuando escuchamos, si realmente escuchamos necesitamos estar lo más lejos posible del prejuicio, del juicio de valor, de esperar que el otro diga lo que queremos escuchar o que siga nuestro enfoque o responda a nuestro particular paradigma. Para escuchar en serio es preciso no proyectar nuestra sombra sobre el otro. Escuchar entonces es un acto de humildad. Y claro  que si el ego está reforzado, lo que equivale a estar identificado con la mente, nadie escucha a nadie, es sólo ruido que se suma al ruido imperante de nuestra civilización.

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