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domingo, 6 de mayo de 2012

LO QUE LA LITERATURA ME ENSEÑA


Ante todo me causa gracia el título que escogí para este artículo, suena un poco a “Lo que el viento se llevó”. Y quizá no resulte casual.  Escribir y dejarse llevar por el viento o fluir al compás de algo superior es la clave. Me refiero al trabajo de escritura literaria no a la escritura de por ejemplo una nota periodística, un ensayo o un discurso testimonial, en estos casos el lenguaje es utilizado en forma utilitaria, informativa. Cuando al lenguaje lo transformamos en cosa se convierte en un fin en sí mismo y opera como una tela y los colores para un artista plástico, como el movimiento corporal para la danza, como los sonidos  de las notas para un compositor musical o el mármol para el escultor. Hay una gran diferencia en estas dos formas de uso del lenguaje. El lenguaje verbal tiene muchas funciones como lo estableció Vladimir Propp, actualmente se confunde bastante y se llaman escritores  también a personas que emplean el lenguaje en su función informativa, pero para ser más precisa me refiero a la poesía o a la ficción en tanto arte literario donde el uso del lenguaje se convierte en su práctica en una prisión y a la vez en una puerta hacia la libertad interior.
    Cuando comenzamos a aprender escritura artística es difícil que no nos topemos con un ego inflado, es decir que  de inmediato pensemos en la repercusión social de nuestra obra y ese es la primera enseñanza que nos ofrece el oficio de escribir. El ego es útil pero no si lo convertimos en el que comanda todo nuestro ser, es útil porque nos impulsa a la acción en el mundo y a la acción en el arte, ahora bien, si este momento inicial con su aspiración de notoriedad se prolonga en el tiempo, lo más probable es que afecte el resultado de nuestro trabajo artístico y lo que es peor terminaremos perdiendo la noción de quiénes somos en realidad. Ni hablar de lo que ocurre después a lo largo del tiempo, cuando aparece una crítica favorable o desfavorable sobre nuestro trabajo en los medios. Ahí yo diría que se establece una suerte de triángulo entre nuestro ego, el mundo y la propia obra. Es un momento culminante donde podemos poner las cosas en su lugar. Si con el tiempo no dejamos de identificar nuestro ser al resultado de nuestro trabajo, si no entendemos que ese libro publicado es sólo un momento de nuestro hacer que cambiará, que se dejará de ser y que pasará a ser otra cosa, estamos atrapados porque terminamos identificando nuestro ser con la acción y con un resultado mundano. En los talleres literarios solía repetir a los talleristas: “Consideren que este texto es sólo la expresión de este momento, no se apeguen a él, no lo defiendan excesivamente porque necesitan por la lógica del proceso de corrección seguir transformándolo”.  Si al texto en este proceso de producción se lo convierte en algo estático no se logra un buen texto.  Aquí se encuentra una de las enseñanzas básicas de este oficio: aceptar la transitoridad, esto es difícil cuando vamos adentrándonos en el oficio y  comprendemos que un texto literario  es ante todo corrección y corrección, reemplazar infinitamente una palabra por otra. Es un camino tedioso a veces y fascinante, otros. María Elena Walsh solía decir: “Yo no escribo, tacho”. La tachadura es la base de ese logro armonioso en que se convierte la obra después de mucho tiempo, tiempo es trabajo sobre un lenguaje que se nos deforma, que se hace cacofonía, que pierde el ritmo, que necesita de pronto apuntalar su devenir y su coherencia interna, la búsqueda de una belleza formal puede deformanos el sentido. Ir y venir, ir y venir, así se aprende una ley importantísima de este proceso de vivir: la insistencia, la perseverancia. Estamos sujetos al tiempo, y el repentismo nos lleva al fracaso. Tiempo es paciencia. Y de esto se deduce algo más importante aún: que el lenguaje es algo que con su lógica se nos impone como un poder superior.
    Aunque quizá lo principal es comprender que nunca llegamos a un resultado óptimo, que nuestra labor consiste en perseguir una perfección que nunca se alcanza. Jorge Luis Borges solía  opinar al respecto: “Digamos que se publica un libro tan sólo para no seguir corrigiendo”. Esto significa que en realidad se publica siempre una imperfección en tanto somos humanos y existe algo que sí es perfecto pero que no está en este mundo. En este sentido toda la obra de Borges se apoya en este concepto. De modo que practicar durante años y años el trabajo de la literatura si logramos tomar una distancia es un camino espiritual, de autoconocimiento y no sólo porque la escritura convierte a la hoja en blanco en un espejo en el que podemos mirarnos sino porque el oficio constituye en sí mismo un camino.  En el polo opuesto se encuentra el conocimiento científico como lo concebían los positivistas lógicos, un conocimiento acabado y concluyente. El arte y la ciencia en cierta  manera son dos caminos enfrentados en su búsqueda de conocimientos, son dos formas de conocimientos que tienen a veces puntos en común pero que en esencia difieren. La búsqueda del autoconocimiento o camino espiritual está más cercana al arte.
    La otra tarde, en una clase de canto védico tuve la misma sensación. La Mataji, Silvia Vajovsky, nos insistía en volver sobre uno de los anuvakas del Rudram, y nos dijo que al menos nos faltaban seis años de práctica para llegar a cantarlo como se debe. Pensé de inmediato en la escritura literaria, en esta forma de saber o de búsqueda de conocimiento a través del arte como un conocimiento que no está acabado jamás, que se aleja del cientificismo a pasos agigantados porque no se llega a ningún sitio, sólo se trata de valorar la gracia de estar en el camino.

                             


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